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La prohibición, tristemente, se hizo realidad. El brazo
ejecutor ha sido la política, que rechaza la fiesta de los
toros por su identidad con España, pero el terreno estaba
abonado y en celo desde que en 1965 falleció Pedro Balañá
Espinós, uno de los más grandes empresarios taurinos de la
historia. Muerto don Pedro, nadie siguió su estela, y,
mientras languidecía la afición, ocupaba su terreno la
política, que ha minado, sin prisa pero sin pausa, todos los
cimientos taurinos de Cataluña hasta alcanzar su objetivo
final.
La política ha entrado en tromba por la puerta de
cuadrillas, y la libertad ha salido cabizbaja, magullada y
herida por la del desolladero. Flaco favor ha hecho a las
gestas acaecidas en el Torín, en Las Arenas y en la
Monumental, tres plazas que convirtieron a Barcelona en el
centro del mundo taurino, y en tantos otros cosos repartidos
por toda Cataluña. La política ha pretendido apuntillar el
sentimiento, el arte, la emoción y la grandeza de la
tauromaquia. Y lo peor de todo es que lo ha hecho sin
necesidad. Es verdad que los aficionados catalanes son
escasos; pero ¿por qué prohibir un derecho de una minoría a
disfrutar de un espectáculo que, además, carecía por sí
mismo de pulso vital para continuar? ¿Para proteger a los
animales? Los diputados abolicionistas saben que no es
verdad. El toro, en este caso, no ha sido más que una
excusa.
Gravísima, pues, la decisión adoptada por el Parlamento
catalán; pero no menos grave que la que corresponde al mundo
del toro que, quizá por vez primera en la historia del
toreo, queda completamente desnudo frente a sus lacerantes
miserias.
Porque el problema más grave es que muchos aficionados de
bien desertan cada año de las plazas, cansados de soportar
con estoicismo un espectáculo caro, caduco, aburrido y
manipulado. Es un hecho que se ha desnaturalizado al toro, y
ya no es ese animal poderoso y altivo de otros tiempos, sino
un enfermo inválido que produce lástima y pena. El fraude se
ha abierto paso con arbitraria impunidad. Ya no se habla del
afeitado, pero existe la sospecha generalizada de que pocos
toros salen con los pitones intactos; hablar de sustancias
que modifican el comportamiento de los animales -drogas, al
fin y al cabo- está maldito. Se ha perdido el respeto por el
protagonista de la fiesta. Y los toreros ya no son héroes,
sino enfermeros con aspiración de bailarines. Se juegan la
vida, claro que sí, pero no emocionan. Los ganaderos están
al servicio de las llamadas figuras, no mandan en sus fincas
y se han despojado libremente de la distinguida dignidad que
les confiere su condición de genetistas autodidactas. Entre
todos ellos, toreros, ganaderos, empresarios, apoderados,
etcétera, han convertido la fiesta en una farsa; en un
engaño...
¿Alguien ha escuchado a las figuras actuales, a los
ganaderos de postín, a los empresarios de plazas de primera
o a los apoderados famosos hablar de modernización del
espectáculo o de la regeneración del toro bravo?
Es un colectivo curioso este de los taurinos. Parece gente
anclada en otra época, sin sentido alguno de la modernidad;
insolidaria, astuta, desconfiada e interesada. Incluso los
chavales que empiezan se contagian del virus y pronto
parecen jubilados. Al taurino, como personaje genérico, lo
que le preocupa, de verdad, es él y el dinero que pueda
ganar con rapidez, y no el presente y el futuro de la
tauromaquia.
Algo de todo esto explicaría que el taurinismo se haya
dejado ganar la partida en Cataluña. Ante un paulatino
cambio de usos sociales y la presión continuada de los
nacionalistas, los taurinos se retiraron a sus cuarteles de
invierno y dieron por perdida una comunidad que había sido
santo y seña de la fiesta de los toros. La nueva situación
exigía planteamientos imaginativos y nuevos métodos, y eso
es pedir demasiado a un colectivo tan inmovilista. Por el
contrario, los taurinos huyeron y dejaron el campo libre a
los abolicionistas.
Sería injusto olvidar otro extremo no menos importante: las
corridas de toros nunca echaron raíces en Cataluña, ni la
tauromaquia se convirtió en un elemento vertebrador. Con la
misma intensidad que se llenaron las plazas en los tiempos
gloriosos de Pedro Balañá, comenzaron a quedarse vacías
cuando este falleció.
De cualquier manera, ahora toca el llanto y el crujir de
dientes; el lamento, las acusaciones varias y hasta el
insulto a los enemigos de la fiesta. Pero está por ver, y
seguro que no se verá, un serio examen de conciencia del
papel jugado por los taurinos en la debacle catalana.
Es más, hace tiempo, muchos años ya, que Cataluña dejó de
interesar a los taurinos; incluso al actual dueño de la
plaza Monumental, -nieto del famoso don Pedro- que ya
intentó cerrarla en 2007, y que ahora guarda un más que
sospechoso silencio, quizá a la espera de una sabrosa
indemnización que le podría llegar caída del cielo.
¿Cuántos de todos estos, que tanto se lamentan hoy, han
apoyado de verdad a los aficionados catalanes, que se han
dejado la piel en el intento solitario, tan osado como
ingenuo, de hacer frente a los políticos?
Todos ellos, los taurinos, saben que Cataluña es solo el
principio. Antes de que llegaran los vetos nacionalistas,
los aficionados habían abandonado las plazas. La imagen que
ofrecía el pasado domingo la plaza Monumental, con poco más
de un cuarto de plaza, era fiel reflejo del escaso eco de
las corridas de toros en la sociedad catalana. Con toda
seguridad, habrá nuevos sobresaltos, pero el más duro y el
más peligroso seguirá siendo, sin duda, el abandono
constante de un espectáculo que ha perdido todo el interés
de antaño.
Éste es el verdadero problema y no el lamento vano. ¿Será
posible que el taurinismo andante deje de mirarse el ombligo
y afronte el presente y el futuro de la fiesta con la
crudeza necesaria? ¿Seguirá siendo una utopía la presencia
del toro bravo? ¿Alguien pondrá coto a la sangría que sufre
la fiesta?
Mientras tanto, solo queda lloriquear como un niño lo que no
se supo defender como un hombre. Ahora, solo queda derramar
lágrimas de cocodrilo... Lágrimas que parecen fingidas.